Creo que los niños aprenden con más
facilidad a darle el valor a las cosas. Ellos conservan un objeto y
se aferran a su valor sentimental como el que se aferra a su madre
para buscar cobijo. Creo que pasa igual con las personas que hay a su
alrededor. No juzgan, quieren sin condiciones y guardan la imagen de
la otra persona en huequitos que tienen por llenar dentro de ellos;
son huequitos de simpleza, llanos momento de ternura, risas,
alegría...
Pero a la hora de perder, siempre
perderán primero los objetos: se caen, se rompen, son frágiles, se
doblan... Y esa es la primera decepción que recibimos. Hemos perdido
algo muy importante para nosotros y sólo sabemos llorar y anhelar su
pérdida.
Se me rompe el alma al ver que un niño
ha perdido un objeto suyo, por pequeño que sea. Porque creo que
inevitablemente vamos aprendiendo que las cosas se van y, de la
manera más fría posible, la sociedad nos enseña que hay que
reemplazarlas por otras cosas. Pero algo dentro nuestro sabe que ese
hueco no se puede llenar, que ese hueco debe quedar lozano y sólo
guardar recuerdos y un olor a situaciones viejas. Por eso me parte el
alma ver como somos adultos aniñados que perdemos nuestras cosas,
lloramos, reemplazamos y, en el peor de los casos, aprendemos que no
debemos conservar nada con un valor sentimental propio del que
merece.

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